El estante estaba lejos de
ser un sitial de honor para ella. Pero allí estaba esa pelota de cuero rústico
por su uso y antigüedad, que en su momento fuera un maravilloso trofeo. Muy pocos
en el club se acercan por estos días a evocar aquél recuerdo tan querido, que
para mí, sigue impregnando a esa herramienta futbolera. Hacía dos décadas que
un cuadro voluntarioso y con algunos talentos, consiguió un campeonato
largamente perseguido. Podría pintar el instante en que el referí pitó señalando
el centro de la cancha, para que segundos después el descontrol de una alegría
ausente explotara desde las entrañas del tejido olímpico. A veces intuyo que el
éxito se extingue tan pronto como los
laureles beben la sequedad del olvido.
Esta pelota es fiel testigo
de mi pensamiento, ella, un símbolo de esfuerzo común, ahora sin aire, ajada y
opaca, cubierta por el polvo que nadie le quita de encima, aunque sea en
actitud de agradecimiento.
La tomé entre mis manos y la
sentí viva, resplandeciente y dócil, llena de vibraciones recogidas en aquél
momento de gloria del cual emergía como si tuviera vida propia. Y ya no fue la
pelota abandonada que tampoco era observada como si fuera un trasto inservible.
Su circunferencia había recuperado lozanía, estaba fresca y saltarina, lista
para entrar al área mediante un centro bien ejecutado que incomodara a
cualquier defensa.
Yo estuve ese domingo en la
tribuna, y vi al autor del gol que nos dio el triunfo, llevarse esta número
cinco del histórico hecho, apretada contra su pecho otorgándose propiedad de la
redonda.
Pasados los años el destino
dispuso la hipocresía del revés y la
historia quedó lejos, arrumbada como el esférico que hoy pretendo reivindicar.
No miré alrededor cuando
desde el salón fui acompañando a la pelota, íbamos rumbo al campo de juego que al vernos, distinguió
nuestro romance asociando su quietud fabulosa. Mi amiga, la pelota, recorrió
palmo a palmo todos los rincones de la cancha. Entró y salió de las zonas donde
el peligro tiene significado y traducción de gol. Esquivó a los adversarios de su último
partido una y otra vez, hasta que revivió al fin su contacto vital y
estremecedor con la red, habiendo burlado al arquero.
Desde mi lugar en la tribuna
miré la escena extasiado en una suerte de embrujo que de pronto, me abrazó
engalanando el instante de cantos, gritos, sudor, trapos y sentimientos.
Solo entonces cerré los ojos,
y por que ya tenía el alma dispuesta, dejé que las imágenes de aquellas
emociones del pasado, hicieran su noble trabajo.
Texto y foto de José López Romero
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